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blog de pensamiento y presente


Necesidad de una Gran Política

Publicado por El Perro Callao. Pensar sin ladrar activado 13 Marzo 2013, 17:01pm

A menudo se confunde la política con la praxis directa, concreta, efectiva, involucrada en asuntos prácticos que inciden en la colectividad, en asuntos que solicitan de nosotros, a la luz de las circunstancias, una urgencia sin paliativos. Que tal comprensión del hacer y del compromiso posea un carácter político no significa, sin embargo, que defina a lo político desde su nervadura interna más propia. Habría que decir que dicho proceder, por el contrario, siendo expresión y parte de la praxis política, constituye el más peligroso antídoto contra ésta cuando se hace exclusiva y se ahorra lo que llamaremos aquí la Gran Política.

El que escribe esta reflexión se ha referido ya otras veces a esta cuestión, aproximándose a ella desde diferentes perspectivas (ver notas 15-11-2012, 22-05-2012 o 02-10-2011, por ejemplo, en http://www.ugr.es/~lsaez/blog/Welcome.htm). En alguna de ellas distinguió entre “ontopolítica” (que se ocupa del modo de ser de una cultura entera) y “factopolítica” (que atiende a los problemas de turno), argumentando que ambas deben estar trabadas. Si vuelve a las andadas es porque considera necesario insistir una y otra vez sobre ello, a la vista de lo que contempla y experimenta a su alrededor.

Basta asistir con cierta frecuencia a asambleas, manifestaciones, actos de protesta de diversa índole o pasear esporádicamente por las redes sociales, para comprobar que la “factopolítica” nos ha devorado y, engulléndonos, nos sitúa, por lo demás, en un “espíritu de contrariedad” que convoca al desquite, a la autoafirmación silenciosa acompañada de una expresa, pero falsa, llamada al ser común, a una sombría y entristecedora dispersión de cauces sin ensamblaje y compulsivamente dispuestos (aunque de forma soterrada) a comenzar diciendo “no”, cada uno al resto. Esta dispersión, esa acción como reacción (resentimiento generalizado), aquel hundimiento en lo más concreto, son síntomas de decadencia, de una decadencia en la crítica tan profunda como la visible en lo criticado. Pues no otra cosa anhela más el poder (sin saberlo, sin conciencia explícita) que un pueblo desgarrado, reactivo y sin voluntad de distancia y demora.

En la Tercera Intempestiva (1784), al menos en los parágrafos 4 y 8, Nietzsche tacha de imbecilidad (necedad, diría Deleuze), a la común tendencia a poner todo el horizonte de horadamiento y de crítica en las cuestiones del Estado. ¡Cuidado, no señala que haya que prescindir de ello, sino que se refiere a la monocular obsesión por fijar ahí la totalidad de los esfuerzos para la transformación de la realidad! Semejante unilateralidad, unidimensionalidad obsesiva, es, y lo suscribimos, propia de un alma baja, que ha perdido su vitalidad y su fiereza, convirtiéndonos a todos, ocultamente en sumisos “funcionarios del Estado”. Decimos “todos”, porque, aunque Nietzsche se refiere contextualmente al educador, en primer plano, nos parece que esto puede ser generalizado: todos somos esos “funcionarios de Estado” cuando permanecemos encerrados en el círculo mágico de problemáticas que el Estado dibuja desde sí: aunque nos rebelemos, lo hacemos finalmente de acuerdo con su régimen temporal (el encadenamiento de medidas que emanan de él) y espacial (organizaciones que suscita al hilo de sus precisos y concretos movimientos): sumisión en la rebeldía.

¿Qué falta en tal situación? Lo que llama Nietzsche “Gran Política” (también en la primera Intempestiva) es aquello de lo que carecemos. La Gran Política, decía este presunto loco, no pone al Estado en el primer plano de sus flechas, sino que se dirige ante todo a la Cultura, que es su substrato y a la que define como la «unidad de estilo en todas las manifestaciones vitales de un pueblo». Esa unidad –para alejar sospechas- es, en primer lugar, el tejido diferencial de la vida de un pueblo o de una civilización, y, en segundo lugar, su “alma”, su “espíritu”, que se manifiesta en hábitos supraindividuales, tendencias subliminales comunes, modos subterráneos de comprender y valorar el mundo. Añádase que la “vida cultural” es la potencia de la vida a autosuperarse, a crecer y enriquecerse, y concluiremos que no se trata de “saber mucho” o de “tener grandes conocimientos”, sino de algo más importante: de abismarse en la trastienda de lo que ocurre, en sus fuerzas inerciales, para devolverles el vigor que han ido disipando en un amplio recorrido.

Pero lo que veneraba Nietzsche en el plano de la praxis colectiva es precisamente lo que empujó a nuestros más sagaces pensadores surgidos de la crisis del 98. La apelación, en lenguaje hispano, a una Gran Política, constituyó el grito más desesperadamente esperanzado de Unamuno, de Ortega o de Zubiri, como atestigua El mal del siglo, de Pedro Cerezo, un libro de los que ya, por cierto, no se leen y que podría inspirarnos cien veces más que las mil lecturitas de historietas que se expenden en la farmacopea de lo político a secas. Estos bisabuelos nuestros pensaron, más allá de las circunstancias políticas fácticas de su presente, en las mimbres culturales sobre las que éstas se erigían. Las nupcias entre una ilustración alicorta y un romanticismo asténico dieron forma general a ese trayecto pensante, en el que cada uno roturó su propia senda, una senda que, de cualquier modo, denunciaba una situación enfermiza general de la que la política efectiva era sólo un síntoma y que el que escribe valora de completa actualidad. Para Unamuno, se trataba de un desarraigo en la existencia del que brotaba sin cesar la pérdida de una cultura, una cultura que, vaciada de corazón y de razón a un tiempo, ya no es significativa, produciendo un desencantamiento del mundo. A los ojos de Ortega, y porque la época no promete ni “yo reflexivo” ni “circunstancia honda”, es la falsificación de la vida, que en vez de dirigir a la cultura se deja conducir por ella en cuanto autonomizada. Una falsificación que se manifiesta en síntomas mórbidos más concretos como la merma de estímulo interno e ilusión o la aparición de una praxis que no se deja conducir por las cosas mismas, sino por prescripciones a modo de fórmulas o consignas. Y, adoptando la perspectiva de Zubiri, el desarraigo era entendido como desfallecimiento de la experiencia de realidad, que lleva a dar de bruces con una angustia inquietante.

¿Quiere decir esto que es preciso sustraerse a las luchas concretas? ¡De ningún modo! Quiere decir que las luchas concretas serán completamente vanas (e indignas de un alma elevada) si no son inspiradas por esta Gran Política, Ontopolítica o como queramos llamarla. Y el caso es que todos podríamos llevarla a cabo si conformásemos un pueblo (una cultura), que es más que la suma de individuos: horda en movimiento, cultura como vida rizomática y en devenir. Todos y cada uno desde su encrucijada y en un lazo diferencial con la de los otros. El intelectual desde sus alambicados (y necesarios) análisis, el activista dándole esa profundidad a su activismo, el panadero o el periodista de la forma en que su creatividad le dicte.

Con-formar ese pueblo venidero es nuestra más alta responsabilidad. No estamos en una crisis económica (lo diremos una vez más), sino de civilización. El nihilismo, que vuelve yerma a la vida, nos zarandea sin pedirnos permiso, la lógica oposicional se incrusta hasta en los más minúsculos rincones de (des)encuentro, el vértigo de movimiento, voraz impulso de dispersión en mil pequeñas tareas sin alianza interna, nos roba la demora que pide la vida y el pensamiento. Y se trata sólo de unos ejemplos.

Pensar no es abstraerse del mundo. Por el contrario, es hundirse definitivamente en él. No es una falta de acción, sino un agenciárselas lúcidamente en la realidad concreta. No es recluirse en sí, en un diálogo interior sin ventanas, sino olvidarse a sí mismo, perderse, operar en esa exterioridad que nos descentra, pues el mundo se hace, se crea. Y está siempre por crear.

No extrañaría que la falta de una Gran política condujese finalmente a una mera añoranza del bienestar perdido, a una reivindicación a redrotiempo de la bonanza en la que vivíamos, y a nada más. Y todo ello arropado por una actitud encorajinada y resentida. Posibilidad del tránsito desde la indignación hacia el enrabietamiento colérico (infantilismo generalizado). Habríamos perdido, entonces, la fortaleza que demanda la vida. Pues la vida, y perdone el lector las redundancias, no tiende a la autosupervivencia, sino a la autosuperación. La vida es anhelo a más vida.

[Texto más detallado en http://www.ugr.es/~lsaez/blog/Welcome.htm]

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N
[ Nos preguntamos acerca de si no sería la Gran Política un producto (o mejor, un correlato) de la Gran Salud. Deleuze dice que, en Nietzsche, la Gran Salud consistía en la capacidad de desplazarse entre perspectivas, de saber poder (o poder saber) evaluar la salud desde la enfermedad y viceversa. Yo me pregunto ¿no es necesaria para la Gran Política una Gran Salud, más potente cuanto más capaz es de liberarse de la esclavitud de las viejas estratificaciones de la organización molar (hombre, blanco, racional) en favor de un devenir-molecular de los encuentros concretos y singulares entre fuerzas en movimiento? Y en cuanto liberación de esa esclavitud del punto, de la coordenada, ¿no sería la Gran Salud el ponerse en juego en un límite en el que tanto &quot;lo sano&quot; como &quot;lo enfermo&quot; fueran de nuevo siempre evaluados, trazando y borrando en un mismo gesto lo que se conforma como el suelo dogmático de la administración del vacío político en el que se pierde la actualidad?<br /> Devenir-loco, devenir-sano, siempre esquivando la fosilización del ser-loco, ser-sano. Devenir-político como juego público en el que la creación de valores no dependa del punto (el eterno sello burocrático) sino de las líneas, los puntos de fuga (el callejón, el encuentro, el deseo). ]
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D
Agradecido por la reflexión. Pero, desde el más profundo respeto dialógico, no puedo estar de acuerdo porque, precisamente, creo que un problema que arrastra la política es su falta de pragmatismo ( factopolítica) y su exceso de ideología (ontopolítica); y tampoco creo que sea la ontopolítica el obstáculo en un modelo asambleario de toma de decisiones u otro tipo de procesos comunicativos colectivos, sino, precisamente, la falta de atención a lo concreto, a la cosa misma de que se trate por un exceso de ontopolítica que entendida como abarcadora de la totalidad cultural no creo desacertado llamarla más sencillamente “ideología”. Que la política pertenece al orden pragmático lo pone de manifiesto el hecho de que sea precisamente ahora cuando tenemos una crisis económica de seis millones de parados, cuando han surgido planteamientos para un cambio en el modelo de Estado en la opinión pública, cuando la gente vivía en la abundancia nadie se planteaba estas cosas, quizá los filósofos… La ontopolítica: la República de Platón, el marxismo en sus distintas vertientes, el liberalismo, y otros planteamientos políticos que suponen interpretaciones de la totalidad cultural chocarán siempre con este &quot;hecho&quot; antropológico: el ser humano es incapaz de realizar sus propios ideales. Ejemplo paradigmático de política excesivamente ideologizada es la española. La democracia de partidos ha trasladado las voluntades de las dos españas a dos grandes partidos, separando a ambas, precisamente, la interpretación total de la cultura que realizan y que afectan a cuestiones de orden práctico; un ejemplo, muy concreto, respecto a la enseñanza pública de la ética en cuestiones cívicas, hemos podido comprobar cómo de nuevo las dos españas entraban en un conflicto ideológico mientras que la cuestión fáctica permanecía desatendida: en los institutos daba la asignatura el primero que por allí pasaba, esto es lo realmente preocupante, y lo que debe ocupar a un político. Desde una perspectiva pragmática, creo que las cuestiones fundamentales en las que se ha de centrar la “filosofía política” si pretende un cambio de orden social son: representatividad, partido político, virtud y justicia distributiva. Sí que coincido en que la crisis finisecular conocida como el mal de nuestro tiempo sigue perdurando; el pensamiento de nuestro tiempo no ha superado el existencialismo, la metafísica llegó a un punto sin retorno: somos tiempo. Pero esto no es política, es metafísica. Las personas queremos ser &quot;pulgones inexpugnables”, queremos ser estúpidamente felices (eternamente), mantener nuestro bienestar material y que todos lo hagan y la política creo tiene que atender estas necesidades desde el pragmatismo. <br /> <br /> Un cordial saludo.
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J
Ser agradecidos es de bien nacidos, sobre todo cuando el regalo es franco y noble, como el de esta llamada a la &quot;Necesidad de la gran política&quot;. Es verdad también que las reflexiones de metafisicos y demás almas cándidas, es decir, engañados por su inconsciente ideológico (o interesados en mantener todavía abierto el chiringuito que les da de comer: la universidad), pueden no ser dañinas, y hasta son bienvenidas, porque dejan más claro aún por dónde no hay que caminar; a lo sumo pueden ser inútiles. Aunque... bien visto, desde la urgencia pragmática de lo concreto, lo inútil es ya malo y peligroso, lo más peligroso: ¡qué conflicto! Oscilamos entre no creer tener que combatir con un oponente tan inofensivo como el metafisico-ideólogo y temer, por otra parte, que se convierta inesperadamente en el enemigo total! Pudiera ser que la ingenua y amable reflexión tuviera escondido un tigre dentro.... Por si acaso, y para poner orden y hablar de lo que todo el mundo entiende, apelemos a lo concreto, &quot;esa cosa misma&quot; que supuestamente debe concentrar nuestros esfuerzos reales porque la gente nos lo demanda y todos lo vemos con la necesidad de lo evidente. Los conflictos, las contradicciones, la negatividad, no encierran opciones ideológicas ni problemas para el pensamiento sino que sólo se trata de dificultades técnicas que han de ser tecnocráticamente tratadas y resueltas. Si la enseñanza ética en la secundaria es un problema, se trata sólo de que hay que vigilar bien, vía inspeccion educativa, quién la imparte en los centros, al margen de qué finalidad tenga esa enseñanza y qué pueda significar, por ejemplo, que ahora, en el nuevo proyecto Wert de ley de educación, vuelva a ser una alternativa a la religión, es decir, lo contrario de la educación moral religiosa. En cuanto al criterio para intervenir en los conflictos de valores o de formas de vida, la solución probablemente es también pragmática, es decir, sin criterio, sin la necesidad de proyectar ese plano problematico de idealidad que es el de las inexistencias espirituales (¡cuidado, no hablamos de sustancias sobrenaturales ...!). No hay realmente conflictos, no hay problemas que lo sean realmente, no hay interpretaciones que constituyan o al menos modulen la realidad y lo concreto. La atención a lo concreto desde lo concreto, ¿es la nueva no-ideología de los nuevos entusiasmos asamblearios de la democracia participativa? ¿Es su condición, entonces, la negación del elemento mismo del pensamiento, es decir, de la posibilidad de traspasar la realidad inmediata, es decir, ideológica (producto de nuestros prejuicios, creada por sujeciones e imposiciones inadvertidas, diseñada por el marketing, etc., etc.), para acogerse a la mísera filosofía, si es que se permite siquiera ese venerable nombre, de que por fin, renunciando a la Idea o al ideal, podremos alcanzar lo que deseamos? No lo creo, pero si esto fuera así, parece que se trataría de lo contrario del entusiasmo por cambiar el mundo. En 1789 hubiera sido una fuerza contrarrevolucionaria defensora del Ancien Régime. Nada huele peor que un entusiasmo al que la potencia des-realizante de la Idea ha abandonado. Huele, efectivamente, a impotencia, claudicación ante el mundo y, efectivamente, amigos, a &quot;resentimiento generalizado&quot;.