A menudo se confunde la política con la praxis directa, concreta, efectiva, involucrada en asuntos prácticos que inciden en la colectividad, en asuntos que solicitan de nosotros, a la luz de las circunstancias, una urgencia sin paliativos. Que tal comprensión del hacer y del compromiso posea un carácter político no significa, sin embargo, que defina a lo político desde su nervadura interna más propia. Habría que decir que dicho proceder, por el contrario, siendo expresión y parte de la praxis política, constituye el más peligroso antídoto contra ésta cuando se hace exclusiva y se ahorra lo que llamaremos aquí la Gran Política.
El que escribe esta reflexión se ha referido ya otras veces a esta cuestión, aproximándose a ella desde diferentes perspectivas (ver notas 15-11-2012, 22-05-2012 o 02-10-2011, por ejemplo, en http://www.ugr.es/~lsaez/blog/Welcome.htm). En alguna de ellas distinguió entre “ontopolítica” (que se ocupa del modo de ser de una cultura entera) y “factopolítica” (que atiende a los problemas de turno), argumentando que ambas deben estar trabadas. Si vuelve a las andadas es porque considera necesario insistir una y otra vez sobre ello, a la vista de lo que contempla y experimenta a su alrededor.
Basta asistir con cierta frecuencia a asambleas, manifestaciones, actos de protesta de diversa índole o pasear esporádicamente por las redes sociales, para comprobar que la “factopolítica” nos ha devorado y, engulléndonos, nos sitúa, por lo demás, en un “espíritu de contrariedad” que convoca al desquite, a la autoafirmación silenciosa acompañada de una expresa, pero falsa, llamada al ser común, a una sombría y entristecedora dispersión de cauces sin ensamblaje y compulsivamente dispuestos (aunque de forma soterrada) a comenzar diciendo “no”, cada uno al resto. Esta dispersión, esa acción como reacción (resentimiento generalizado), aquel hundimiento en lo más concreto, son síntomas de decadencia, de una decadencia en la crítica tan profunda como la visible en lo criticado. Pues no otra cosa anhela más el poder (sin saberlo, sin conciencia explícita) que un pueblo desgarrado, reactivo y sin voluntad de distancia y demora.
En la Tercera Intempestiva (1784), al menos en los parágrafos 4 y 8, Nietzsche tacha de imbecilidad (necedad, diría Deleuze), a la común tendencia a poner todo el horizonte de horadamiento y de crítica en las cuestiones del Estado. ¡Cuidado, no señala que haya que prescindir de ello, sino que se refiere a la monocular obsesión por fijar ahí la totalidad de los esfuerzos para la transformación de la realidad! Semejante unilateralidad, unidimensionalidad obsesiva, es, y lo suscribimos, propia de un alma baja, que ha perdido su vitalidad y su fiereza, convirtiéndonos a todos, ocultamente en sumisos “funcionarios del Estado”. Decimos “todos”, porque, aunque Nietzsche se refiere contextualmente al educador, en primer plano, nos parece que esto puede ser generalizado: todos somos esos “funcionarios de Estado” cuando permanecemos encerrados en el círculo mágico de problemáticas que el Estado dibuja desde sí: aunque nos rebelemos, lo hacemos finalmente de acuerdo con su régimen temporal (el encadenamiento de medidas que emanan de él) y espacial (organizaciones que suscita al hilo de sus precisos y concretos movimientos): sumisión en la rebeldía.
¿Qué falta en tal situación? Lo que llama Nietzsche “Gran Política” (también en la primera Intempestiva) es aquello de lo que carecemos. La Gran Política, decía este presunto loco, no pone al Estado en el primer plano de sus flechas, sino que se dirige ante todo a la Cultura, que es su substrato y a la que define como la «unidad de estilo en todas las manifestaciones vitales de un pueblo». Esa unidad –para alejar sospechas- es, en primer lugar, el tejido diferencial de la vida de un pueblo o de una civilización, y, en segundo lugar, su “alma”, su “espíritu”, que se manifiesta en hábitos supraindividuales, tendencias subliminales comunes, modos subterráneos de comprender y valorar el mundo. Añádase que la “vida cultural” es la potencia de la vida a autosuperarse, a crecer y enriquecerse, y concluiremos que no se trata de “saber mucho” o de “tener grandes conocimientos”, sino de algo más importante: de abismarse en la trastienda de lo que ocurre, en sus fuerzas inerciales, para devolverles el vigor que han ido disipando en un amplio recorrido.
Pero lo que veneraba Nietzsche en el plano de la praxis colectiva es precisamente lo que empujó a nuestros más sagaces pensadores surgidos de la crisis del 98. La apelación, en lenguaje hispano, a una Gran Política, constituyó el grito más desesperadamente esperanzado de Unamuno, de Ortega o de Zubiri, como atestigua El mal del siglo, de Pedro Cerezo, un libro de los que ya, por cierto, no se leen y que podría inspirarnos cien veces más que las mil lecturitas de historietas que se expenden en la farmacopea de lo político a secas. Estos bisabuelos nuestros pensaron, más allá de las circunstancias políticas fácticas de su presente, en las mimbres culturales sobre las que éstas se erigían. Las nupcias entre una ilustración alicorta y un romanticismo asténico dieron forma general a ese trayecto pensante, en el que cada uno roturó su propia senda, una senda que, de cualquier modo, denunciaba una situación enfermiza general de la que la política efectiva era sólo un síntoma y que el que escribe valora de completa actualidad. Para Unamuno, se trataba de un desarraigo en la existencia del que brotaba sin cesar la pérdida de una cultura, una cultura que, vaciada de corazón y de razón a un tiempo, ya no es significativa, produciendo un desencantamiento del mundo. A los ojos de Ortega, y porque la época no promete ni “yo reflexivo” ni “circunstancia honda”, es la falsificación de la vida, que en vez de dirigir a la cultura se deja conducir por ella en cuanto autonomizada. Una falsificación que se manifiesta en síntomas mórbidos más concretos como la merma de estímulo interno e ilusión o la aparición de una praxis que no se deja conducir por las cosas mismas, sino por prescripciones a modo de fórmulas o consignas. Y, adoptando la perspectiva de Zubiri, el desarraigo era entendido como desfallecimiento de la experiencia de realidad, que lleva a dar de bruces con una angustia inquietante.
¿Quiere decir esto que es preciso sustraerse a las luchas concretas? ¡De ningún modo! Quiere decir que las luchas concretas serán completamente vanas (e indignas de un alma elevada) si no son inspiradas por esta Gran Política, Ontopolítica o como queramos llamarla. Y el caso es que todos podríamos llevarla a cabo si conformásemos un pueblo (una cultura), que es más que la suma de individuos: horda en movimiento, cultura como vida rizomática y en devenir. Todos y cada uno desde su encrucijada y en un lazo diferencial con la de los otros. El intelectual desde sus alambicados (y necesarios) análisis, el activista dándole esa profundidad a su activismo, el panadero o el periodista de la forma en que su creatividad le dicte.
Con-formar ese pueblo venidero es nuestra más alta responsabilidad. No estamos en una crisis económica (lo diremos una vez más), sino de civilización. El nihilismo, que vuelve yerma a la vida, nos zarandea sin pedirnos permiso, la lógica oposicional se incrusta hasta en los más minúsculos rincones de (des)encuentro, el vértigo de movimiento, voraz impulso de dispersión en mil pequeñas tareas sin alianza interna, nos roba la demora que pide la vida y el pensamiento. Y se trata sólo de unos ejemplos.
Pensar no es abstraerse del mundo. Por el contrario, es hundirse definitivamente en él. No es una falta de acción, sino un agenciárselas lúcidamente en la realidad concreta. No es recluirse en sí, en un diálogo interior sin ventanas, sino olvidarse a sí mismo, perderse, operar en esa exterioridad que nos descentra, pues el mundo se hace, se crea. Y está siempre por crear.
No extrañaría que la falta de una Gran política condujese finalmente a una mera añoranza del bienestar perdido, a una reivindicación a redrotiempo de la bonanza en la que vivíamos, y a nada más. Y todo ello arropado por una actitud encorajinada y resentida. Posibilidad del tránsito desde la indignación hacia el enrabietamiento colérico (infantilismo generalizado). Habríamos perdido, entonces, la fortaleza que demanda la vida. Pues la vida, y perdone el lector las redundancias, no tiende a la autosupervivencia, sino a la autosuperación. La vida es anhelo a más vida.
[Texto más detallado en http://www.ugr.es/~lsaez/blog/Welcome.htm]